Comentario del Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario | Marcos 10,17-30
En este Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.
El evangelio de este domingo nos refiere un coloquio de Cristo con un hombre. Es coloquio rico en contenido, con carácter universal y ultratemporal; vale en cierto sentido, constante y continuamente, a lo largo de los siglos y generaciones. Cristo habla así también con cada uno de nosotros; conversa en diversos lugares de la tierra, en medio a las diversas naciones, razas y culturas. Cada uno de nosotros es un potencial interlocutor en este coloquio.
«Cuando se puso en camino, un hombre corrió hacia él y, arrodillándose, le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna?” ».
¿Qué he de hacer para que mi vida tenga pleno valor y pleno sentido? El hombre se hace esa pregunta a lo largo de toda su vida. Y es bueno que suceda así. Porque esa pregunta prueba la dinámica del desarrollo de la personalidad humana. La respuesta a ella se refiere a toda la vida, abarca el conjunto de la existencia humana. De manera particular esta pregunta esencial nos la hacemos todos los hombres, cuya vida está marcada, por el sufrimiento: por alguna carencia física, por alguna deficiencia, por alguna limitación, por la difícil situación familiar o social. La pregunta sobre el sentido y valor de la vida se convierte en algo esencial y a la vez particularmente dramático, porque desde el principio está marcada por el dolor de la existencia.
¿A quién hemos de preguntar esto? Parece que Cristo es en estos casos el único interlocutor competente, aquel que nadie puede sustituir plenamente: «Jesús le dijo: “¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno ».
La respuesta de Cristo quiere decir: sólo Dios es el último fundamento de todos los valores; sólo Él da sentido definitivo a nuestra existencia humana. Sólo Dios es bueno y sólo en Él todos los valores tienen su primera fuente y su cumplimiento final. Sin Él todo el mundo de los valores creados queda como suspendido en un vacío absoluto, pierde su transparencia y expresividad. El mal se presenta como bien y el bien es descartado.
¿Por qué sólo Dios es bueno? Porque Él es amor. Cristo da esta respuesta con las palabras del Evangelio, y sobre todo con el testimonio de la propia vida y muerte.
Dios quiera que todos escuchemos esta respuesta de Cristo de modo verdaderamente personal, para que encontremos el camino interior que nos ayude a comprenderla, para aceptarla y hacerla realidad.
Ésta respuesta abre ante nosotros diversas perspectivas, nos ofrece como tarea el proyecto de una vida entera. Cuando Cristo al respondernos nos manda referir todo esto a Dios, nos indica a la vez cuál es la fuente de ello y el fundamento que está en nosotros. Esta respuesta demuestra hasta qué punto el hombre sin Dios no puede comprenderse a sí mismo ni puede tampoco realizarse sin Dios. Jesucristo ha venido al mundo ante todo para hacer a cada uno de nosotros conscientes de ello.
Cristo no sólo es el «maestro bueno» que indica los caminos de la vida sobre la tierra. Él es el testigo de aquellos destinos definitivos que el hombre tiene en Dios mismo. Él es el testigo de la inmortalidad del hombre. El Evangelio que Él anunciaba con su voz está sellado definitivamente con la cruz y la resurrección. En su resurrección Cristo se ha convertido también en un permanente signo capaz de conducir al hombre más allá de las fronteras de la muerte. Cristo repite constantemente: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11, 25).
Por tanto, si queremos hablar con Cristo adhiriéndonos a toda la verdad de su testimonio, por una parte hemos de amar al mundo; porque Dios «tanto amó al mundo, que le dio su Hijo Unigénito» (Jn 3, 16); y al mismo tiempo, hemos de conseguir el desprendimiento interior respecto a toda esta realidad rica y apasionante que es el mundo. Hemos de decidirnos a plantearnos la pregunta sobre la vida eterna.
«Tú conoces los mandamientos»: “No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no perjudicarás a nadie, honra a tu padre y a tu madre”».
Los mandamientos forman parte de la Alianza entre Dios y la humanidad. Los mandamientos determinan las bases esenciales del comportamiento, deciden el valor moral de los actos humanos, permanecen en relación orgánica con la vocación del hombre a la vida eterna, con la instauración del Reino de Dios en los hombres y entre los hombres.
La respuesta que Jesús da a su interlocutor del Evangelio se dirige a cada uno de nosotros. Cristo nos interroga sobre el estado de nuestra sensibilidad moral y pregunta al mismo tiempo sobre el estado de nuestras conciencias. Es ésta una pregunta clave para el hombre; es el interrogante fundamental válido para todo el proyecto de vida. Su valor es el que está más estrechamente unido a la relación que cada uno de nosotros tiene respecto al bien y al mal moral. El valor de este proyecto depende en modo esencial de la autenticidad y de la rectitud de nuestra conciencia.
Pero la conversación no termina ahí. Entonces, «el hombre le respondió: “Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud”».
«Jesús lo miró con amor»
Que experimentemos una mirada así. Que experimentemos hasta el fondo la verdad de que Cristo nos mira con amor.
Él mira con amor a todo hombre. Se puede también decir que en esta mirada amorosa de Cristo está contenida casi como en resumen y síntesis toda la Buena Nueva. Solamente Él conoce lo que hay en el hombre; conoce nuestra debilidad pero conoce también y sobre todo nuestra dignidad.
No sé en qué momento de la vida. Pienso que el momento llegará cuando más falta nos haga; acaso en el sufrimiento, acaso también con el testimonio de una conciencia pura, o acaso precisamente en la situación opuesta: junto al sentimiento de culpa, con el remordimiento de conciencia. Nos es necesaria esta mirada amorosa; nos es necesario sabernos amados, sabernos amados eternamente y haber sido elegidos desde la eternidad. Al mismo tiempo, este amor eterno de elección divina nos acompaña durante la vida como la mirada de amor de Cristo. Y acaso con mayor fuerza en el momento de la prueba, de la humillación, de la persecución, de la derrota, cuando nuestra humanidad esté casi borrada a los ojos de los hombres, cuando sea ultrajada y pisoteada; entonces la conciencia de que el Padre nos ha amado siempre en su Hijo, de que Cristo ama a cada uno y siempre, se convierte en un sólido punto de apoyo para toda nuestra existencia humana. Cuando todo hace dudar de sí mismo y del sentido de la propia existencia, entonces, esta mirada de Cristo, más fuerte que todo mal y que toda destrucción, nos permite sobrevivir.
«Y le dijo: “Sólo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme”».
El deseo a la perfección, a algo más encuentra su explícito punto de referencia en el Evangelio. El conjunto de los mandamientos es completado por el conjunto de los consejos evangélicos, en los que se expresa y concreta, de modo especial, la llamada de Cristo a la perfección, que es una llamada a la santidad. El cristiano es capaz de vivir conforme a esta dimensión del don, superior a la de las meras obligaciones morales conocidas por los mandamientos, y también más profunda y fundamental.
Estas palabras de Cristo significan en este caso una vocación particular dentro de la comunidad del Pueblo de Dios. La Iglesia halla el «ven y sígueme» de Cristo al comienzo de toda llamada al servicio en el sacerdocio ministerial. La Iglesia encuentra el mismo «ven y sígueme» de Cristo al comienzo de la vocación religiosa en la que, mediante la profesión de los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia, un hombre o una mujer reconocen como suyo el programa de vida que el mismo Cristo realizó en la tierra por el reino de Dios. Al emitir los votos religiosos, estas personas se comprometen a dar un testimonio concreto del amor de Dios por encima de cualquier cosa y, a la vez, de aquella llamada a la unión con Dios en la eternidad que se dirige a todos. No obstante esto, es necesario que algunos den un testimonio excepcional de tal llamada ante los demás.
Si tal llamada llega a tu corazón, ¡no la acalles! Deja que se desarrolle hasta la madurez de una vocación. Colabora con esa llamada a través de la oración y la fidelidad a los mandamientos. Hay una gran necesidad de que muchos oigan la llamada de Cristo. Hay una gran necesidad de que a muchos llegue la llamada de Cristo. Hay una enorme necesidad de sacerdotes según el corazón de Dios. La Iglesia y el mundo actual tienen urgente necesidad de un testimonio de vida entregada sin reserva a Dios, del testimonio de este amor esponsal de Cristo, que de modo particular haga presente el Reino de Dios.
En este momento cambia el clima del encuentro. El evangelista escribe del hombre que «él, al oír estas palabras, se entristeció y se fue apenado, porque poseía muchos bienes». Sin duda esta frase se refiere a los bienes materiales, de los que el hombre era propietario o heredero. Pero hemos de preguntarnos: esa riqueza ¿debe acaso alejar al hombre de Cristo? En la decisión de alejarse de Cristo han influido en definitiva las riquezas exteriores.
«Entonces Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: “¡Qué difícil será para los ricos entrar en el Reino de Dios! Los discípulos se sorprendieron por estas palabras, pero Jesús continuó diciendo: “Hijos míos, ¡Qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de Dios”. Los discípulos se asombraron aún más y se preguntaban unos a otros: “Entonces, ¿quién podrá salvarse?”».
Para los discípulos hay veces que les cuesta entender al Señor. Están dispuestos a dejarlo todo y a seguirle dónde Él les lleve, pero se desconciertan cuando Jesús anuncia lo difícil que les será la salvación a los ricos. Jesús no establece discriminaciones entre los hombres por ser ricos o pobres. Él es de todos. Pide a todos la conversión. Especialmente a los ricos les pide que sus riquezas sirvan para su propia salvación y el bien de los más pobres.
«Jesús, fijando en ellos su mirada, les dijo: “Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para él todo es posible”».
Jesús les sosiega primero con su mirada y luego tempera lo terrible de su anterior afirmación proponiendo a los discípulos la eficacia de la gracia con lo que abre sus corazones a la esperanza. Para los hombres dejados a sus solas fuerzas es imposible vivir lo que el Señor nos enseña, pero todo lo puede el hombre si la gracia de Dios le conforta.
Fiel al testimonio de la Escritura, la Iglesia dirige con frecuencia su oración al “Dios todopoderoso y eterno”, creyendo firmemente que “ todo es posible para Dios”.
«Pedro le dijo: “Tú sabes que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”». Pedro está lleno de un santo optimismo pues lo que ha pedido Jesús al hombre rico él y sus compañeros lo están cumpliendo. Ahora espera recompensa por ello.
«Jesús respondió: “Les aseguro que el que haya dejado casa, hermanos y hermanas, madre y padre, hijos o campos por mí y por la Buena Noticia, desde ahora, en este mundo, recibirá el ciento por uno en casas, hermanos y hermanas, madres, hijos y, campos, en medio de las persecuciones; y en el mundo futuro recibirá la Vida eterna”».
Cristo es el centro de toda vida cristiana. El vínculo con Él ocupa el primer lugar entre todos los demás vínculos, familiares, sociales y materiales. Desde los comienzos de la Iglesia ha habido hombres y mujeres que han renunciado al gran bien del matrimonio para seguir al Cordero dondequiera que vaya, para ocuparse de las cosas del Señor, para tratar de agradarle, para ir al encuentro del Esposo que viene. Cristo mismo invitó a algunos a seguirle en este modo de vida del que Él es el modelo.