Comentario del Domingo XXVII del Tiempo Ordinario | Marcos 10,2-16
En este Domingo XXVII del Tiempo Ordinario, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.
Este domingo nos presenta una incomodísima página evangélica en la que Jesús se distancia de una verdad que dependa de la manipulable opinión colectiva.
¿Cuál era la costumbre entre los judíos respecto del matrimonio? Que tal unión podía ser disuelta, casi siempre en beneficio del varón. El hecho es que «acercándose a Jesús unos fariseos, le preguntaban para ponerlo a prueba: “¿Le es lícito al hombre repudiar a su mujer”»?
Como en otras ocasiones a los fariseos no les interesaba mayormente la institución del matrimonio, o los derechos de la mujer, acaso ni siquiera los del hombre en este caso, sino ver cómo respondía Jesús a una pregunta tan hábilmente capciosa. Si respondía que no era lícito, se oponía a importantes escuelas rabínicas, y a una mayoritaria práctica por parte de tantos judíos, empezando por el mismo rey Herodes que vivía adúlteramente con la mujer de su hermano. Si respondía que era lícito, podían reprocharle que iba contra el Génesis como proyecto originario de Dios.
«Él les replicó: “¿Qué les ha mandado Moisés?”. Contestaron: “Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla”».
Jesús les preguntó qué “ha mandado” Moisés en nombre de Dios; ellos responden lo que Moisés “permitió”; a Jesús le interesa el mandamiento de Dios, no la dispensa del hombre; el sentido del matrimonio en el plan de Dios, no sus desviaciones por la obstinación del hombre.
La conciencia moral relativa a la unidad e indisolubilidad del matrimonio se desarrolló bajo la pedagogía de la Ley antigua. La Ley dada por Moisés se orienta a proteger a la mujer contra un dominio arbitrario del hombre y como mal menor por la obstinación en el pecado.
«Jesús les dijo: “por la dureza de su corazón dejó escrito Moisés este precepto”».
La Ley misma lleva también, según la palabra del Señor, las huellas de “la dureza del corazón” de la persona humana, razón por la cual Moisés permitió el repudio de la mujer.
«Pero al principio de la creación, Dios los creó hombre y mujer».
En su predicación, Jesús enseñó sin ambigüedad el sentido original de la unión del hombre y la mujer, tal como el Creador la quiso al comienzo. El Señor Jesús insiste en la intención original del Creador que quería un matrimonio indisoluble, y deroga la tolerancia que se había introducido en la ley antigua. El hombre y la mujer fueron creados el uno para el otro. La mujer, su igual, la criatura más semejante al hombre mismo, le es dada por Dios como un auxilio. Que esto significa una unión indefectible de sus dos vidas, el Señor mismo lo muestra recordando cuál fue “al principio”, el plan del Creador.
«Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne».
El amor de los esposos exige, por su misma naturaleza, la unidad y la indisolubilidad de la comunidad de personas que abarca la vida entera de los esposos. “Están llamados a crecer continuamente en su comunión a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total” (San Juan Pablo II). Esta comunión humana es confirmada, purificada y perfeccionada por la comunión en Jesucristo dada mediante el sacramento del Matrimonio. Se profundiza por la vida de la fe común y por la Eucaristía recibida en común.
El consentimiento consiste en “un acto humano, por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente” (Concilio Vaticano II, G S). Este consentimiento que une a los esposos entre sí, encuentra su plenitud en el hecho de que los dos “vienen a ser una sola carne”.
Comenta san Agustín: “Como lo habéis visto bien, hay en efecto dos personas diferentes y, no obstante, no forman más que una en el abrazo conyugal. Como cabeza él se llama esposo y como cuerpo esposa”.
«Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”».
“El matrimonio constituye una íntima comunidad de vida y amor conyugal, fundada por el Creador y provista de leyes propias. Esta comunidad se establece con la alianza del matrimonio, con un consentimiento personal e irrevocable. El consentimiento por el que los esposos se dan y se reciben mutuamente es sellado por el mismo Dios. De su alianza “nace una institución estable por ordenación divina, también ante la sociedad. La alianza de los esposos está integrada en la alianza de Dios con los hombres: el auténtico amor conyugal es asumido en el amor divino” (Concilio Vaticano II, G S 48).
Los dos se dan definitiva y totalmente el uno al otro. Ya no son dos, ahora forman una sola carne. La alianza contraída libremente por los esposos les impone la obligación de mantenerla una e indisoluble.
«En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo».
Esta insistencia en la indisolubilidad del vínculo matrimonial pudo causar perplejidad y aparecer como una exigencia irrealizable. Sin embargo, Jesús no impuso a los esposos una carga imposible de llevar y demasiado pesada, más pesada que la Ley de Moisés. Viniendo para restablecer el orden inicial de la creación perturbado por el pecado, da la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la dimensión nueva del Reino de Dios. Siguiendo a Cristo, renunciando a sí mismos, tomando sobre sí su cruz, los esposos podrán comprender el sentido original del matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo. Esta gracia del Matrimonio cristiano es un fruto de la Cruz de Cristo, fuente de toda la vida cristiana.
El sacramento del Matrimonio viene del Señor mismo. Es Él quien le da sentido y le concede la gracia indispensable para vivirlo conforme a su voluntad.
Jesús vino a restaurar la creación en la pureza de sus orígenes. Y así interpreta de manera rigurosa el plan de Dios: «Él les dijo: “Si uno repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio”».
La Iglesia mantiene, por fidelidad a la palabra de Jesucristo, que no puede reconocer como válida una nueva unión, si era válido el primer matrimonio. Si los divorciados se vuelven a casar civilmente, se ponen en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios.
El “adulterio” es una ofensa a la dignidad del matrimonio. Esta palabra designa la infidelidad conyugal. Cuando un hombre y una mujer, de los cuales al menos uno está casado, establecen una relación sexual, aunque ocasional, cometen un adulterio. Cristo condena incluso el deseo del adulterio.
«Le acercaban unos niños para que los tocara, pero los discípulos los regañaban. Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo: “Dejen que los niños se acerquen a mí: no se lo impidan, pues de los que son como ellos es el Reino de Dios. En verdad les digo que quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él”. Y tomándolos en brazos los bendecía, imponiéndoles las manos».
El matrimonio es el sacramento instituido por Cristo, por el cual un hombre y una mujer, bautizados, se unen ante Dios para siempre, con el fin de formar una comunidad de vida y amor, colaborando con el Creador en la transmisión de la vida. Uno de los fines del matrimonio es la apertura a la fecundidad, la generación y educación de los hijos. El amor de los esposos y la generación de los hijos establecen entre los miembros de una familia relaciones personales y responsabilidades primordiales: “Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan” La gracia del sacramento del matrimonio ayuda a los esposos a santificarse y a educar a los hijos formando una familia cristiana. La gran misericordia de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y la ternura de Jesús con los niños, nos permiten confiar en que haya un camino de salvación para los niños. Por esto es más apremiante aún la llamada de la Iglesia a no impedir que los niños pequeños vengan a Cristo por el don del santo Bautismo.