Comentario del Domingo XXVI del Tiempo Ordinario | Marcos 9,38-43.42.47-48
En este Domingo XXVI del Tiempo Ordinario, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.
«En aquel tiempo dijo Juan a Jesús: “Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu Nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no es de los nuestros”».
Los apóstoles caen también en los defectos de la envidia, de la celotipia, de la mezquindad ante uno que arrojaba demonios en nombre de Cristo y no era del grupo de los Doce. Se dejan llevar por el deseo de dominio, por la voluntad de poder, por la preocupación insana de conservar un monopolio; quisieran acaparar para ellos el poder de Cristo.
«Jesús respondió: “No se lo impidan, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros, está a nuestro favor”».
Trabajar para Cristo, actuar en el mismo sentido que actuaba Cristo, es ya una cosa buena que permite caminar hacia un conocimiento y una palabra conformes a Cristo. Jesús corregirá a sus apóstoles y les dará un criterio de juicio sobre las personas: hemos de pensar en principio bien de los demás y considerar amigos nuestros a quienes no son expresamente nuestros enemigos.
«Todo aquel que les dé de beber un vaso de agua, por ser ustedes de Cristo, les aseguro que no se quedará sin recompensa».
“Un vaso de agua” es el símbolo del más pequeño servicio que pueda hacerse a alguien, pero si se hace a uno de los discípulos del Señor, este acto adquiere un valor sobrenatural, ya que se hace al mismo Cristo, al que representa el discípulo. He aquí la importancia de los gestos pequeños. Nada es pequeño para el Señor si se hace por amor a Él o a uno de los que le pertenecen.
«El que escandalice a uno de estos pequeños que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar».
Jesús conoce a los niños, los valora como los que son inteligentes, como los que saben. Jesús los quiere, los bendice y los abraza. Jesús se preocupa seriamente por ellos. Reprende a quienes los mirasen con desprecio y señala los más duros castigos para quienes los escandalizasen. El escándalo es la actitud o el comportamiento que induce a otro a hacer el mal. El que escandaliza se convierte en tentador de su prójimo. Atenta contra la virtud y el derecho; puede ocasionar a su hermano la muerte espiritual. El escándalo constituye una falta grave si, por acción u omisión, arrastra deliberadamente a otro a una falta grave.
El escándalo adquiere una gravedad particular según la autoridad de quienes lo causan o la debilidad de quienes lo padecen. El escándalo es grave cuando es causado por quienes, por naturaleza o por función, están obligados a enseñar y educar a otros.
El escándalo puede ser provocado por la ley o por las instituciones, por la moda o por la opinión. Así se hacen culpables de escándalo quienes instituyen leyes o estructuras sociales que llevan a la degradación de las costumbres y a la corrupción de la vida religiosa, o, como decía el Papa Pío XII, a “condiciones sociales que, voluntaria o involuntariamente, hacen ardua y prácticamente imposible una conducta cristiana conforme a los mandamientos del Sumo legislador”. Lo mismo ha de decirse de los empresarios que imponen procedimientos que incitan al fraude; de los educadores que exasperan a sus alumnos; o de los que, manipulando la opinión pública, la desvían de los valores morales.
El que usa los poderes de que dispone en condiciones que arrastren a hacer el mal se hace culpable de escándalo y responsable del mal que directa o indirectamente ha favorecido.
«Si tu mano te hace caer, córtatela: más te vale entrar manco en la vida, que ir con las dos manos al infierno, al fuego que no se apaga. Y, si tu pie te hace caer, córtatelo: más te vale entrar cojo en la vida, que ser echado con los dos pies al infierno. Y, si tu ojo te hace caer, sácatelo: más te vale entrar tuerto en el reino de Dios, que ser echado con los dos ojos al infierno, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga».
En Jesús hay unos modos absolutos de ver la vida. Siempre ofrece planteamientos radicales que implican toda una visión del mundo. Para Jesús nos lo jugamos todo en el sentido de nuestros actos. No se trata de un problema de castigos y premios, se trata de ser o no ser; Él vino a enseñar las condiciones definitivas del ser y de la vida. Es el amor al hombre lo que obliga a Cristo a ser radical y aparentemente duro.
Jesús habla con frecuencia del “infierno” y del “fuego que no se apaga” reservado a los que, hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse, y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo. La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden al infierno inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno donde “el fuego no se apaga“. La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente tenemos la vida y la felicidad para las que hemos sido creados y a las que aspiramos. Dios no predestina a nadie a ir al infierno; para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios, un pecado mortal, y persistir en él hasta el final.
El Concilio Vaticano II nos enseña: “Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Para que así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra mereceremos entrar con Él en la boda y ser contados entre los santos y no nos manden ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde habrá llanto y rechinar de dientes”.
Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que debemos usar de nuestra libertad en relación con nuestro destino eterno. Es al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión.