Comentario del Evangelio

Comentario del Domingo XXIX del Tiempo Ordinario | Marcos 10,35-45

En este Domingo XXIX del Tiempo Ordinario, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.

Jesús, una vez más, declara la verdadera naturaleza de su Reino contra los prejuicios de que sus mismos apóstoles estaban imbuidos. Su Reino sólo lo conquistan los humildes con el servicio y la entrega de la vida hasta la muerte por amor.

“Se le acercaron los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron: Maestro, queremos que nos hagas lo que te vamos a pedir”.

“Les preguntó:  Qué quieren que haga por ustedes”

“Contestaron: Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda”.

“Jesús replicó: No saben lo que piden, ¿pueden beber el cáliz que yo tengo que beber, o bautizarse con el bautismo con que yo me voy a bautizar”?  Jesús habla de su pasión que iba a sufrir en Jerusalén como de un “Bautismo” con que debía ser bautizado, habla de el “bautismo” de su muerte sangrienta, ha venido a “cumplir toda justicia” (Mt 3, 15) y se somete enteramente a la voluntad de su Padre: por amor acepta el bautismo de muerte para la remisión de nuestros pecados. Él quiere asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios. 

“Contestaron: Podemos”. Era la palabra de la disponibilidad, de la valentía; una actitud muy propia de todos los buenos cristianos, y en particular de quienes aceptan ser apóstoles del Evangelio. La generosa respuesta de los dos discípulos fue aceptada por Jesús.

“Jesús les dijo: el cáliz que yo voy a beber lo beberán, y serán bautizados con el bautismo con que yo me voy a bautizar”. Estas palabras se cumplieron en Santiago, que con su sangre dio testimonio de la resurrección de Cristo en Jerusalén. Jesús había hecho la pregunta sobre el cáliz que habían de beber los dos hermanos al pedirle un puesto de especial categoría en el Reino. Pero Cristo, tras constatar su disponibilidad a beber el cáliz, les dijo: “pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; sino que es para quienes está reservado”.

“Los otros diez, al oír a aquello, se indignaron contra Santiago y Juan”. La disputa para conseguir el primer puesto en el futuro reino de Cristo, suscitó la indignación de los demás Apóstoles.

Jesús, llamándolos, les dijo: Saben que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen”. 

Jesús se dirige también a los que son reconocidos como jefes de los pueblos”, porque donde no hay entrega por los demás surgen formas de prepotencia y explotación que no dejan espacio para una auténtica promoción humana integral.

Los que ejercen una autoridad deben ejercerla como un servicio: Toda autoridad viene de Dios. Nadie puede ordenar o establecer lo que es contrario a la dignidad de las personas y a la ley natural.

Las autoridades deben ejercer la justicia distributiva: dar a cada uno lo que le corresponde, con sabiduría, teniendo en cuenta las necesidades y la contribución de cada uno y atendiendo a la concordia y la paz.

El poder político está obligado a respetar los derechos fundamentales de la persona humana. Y a administrar humanamente justicia en el respeto al derecho de cada uno, especialmente el de las familias y de los pobres. Y hay derechos no negociables: La defensa de la vida humana, desde la concepción natural hasta la muerte natural; la atención a la familia que es el cimiento sobre el cual está construido el edificio de la sociedad; salvaguardar la paz, luchar contra la violencia y la delincuencia, para que sea posible el desarrollo de los pueblos.

“No será así entre ustedes:  el que quiera ser grande entre ustedes, que sea su servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos”. 

En la Iglesia, la evangelización, el apostolado, el ministerio, el sacerdocio, el episcopado, el papado, son servicios. Se trata de servir al hombre de nuestro tiempo como le sirvió Cristo, como le sirvieron los apóstoles.  Este sacerdocio es ministerial. Esta función, que el Señor confió a los pastores de su pueblo, es un verdadero servicio. Está enteramente referido a Cristo y a los hombres. Depende totalmente de Cristo y de su sacerdocio único, y fue instituido en favor de los hombres y de la comunidad de la Iglesia. El ejercicio de esta autoridad debe medirse según el modelo de Cristo, que por amor se hizo el último y el servidor de todos.

Las palabras del Evangelio nos invitan a vivir desde la humildad de Cristo que, siguiendo en todo la voluntad del Padre, ha venido para servir. Para los discípulos que quieren seguir e imitar a Cristo, el servir a los hermanos ya no es una mera opción, sino parte esencial de su ser. Un servicio que no se mide por los criterios mundanos de lo inmediato, lo material y vistoso, sino porque hace presente el amor de Dios a todos los hombres y en todas sus dimensiones, y da testimonio de Él, incluso con los gestos más sencillos.

Este contenido esencial del Evangelio nos indica la vía para que, renunciando a un modo de pensar egoísta, de cortos alcances, como tantas veces nos proponen, y asumiendo el de Jesús, podamos realizarnos plenamente y ser semilla de esperanza.

Fue entonces cuando Jesús aprovechó la ocasión para explicar a todos que la vocación a su reino no es una vocación al poder, sino al servicio, “Porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos”. Para el Maestro, gobernar es servir. Jesús mismo presentó el sentido de su vida, de su misión y de su muerte redentora como cumplimiento de la profecía del Siervo doliente de Isaías:ha venido a amarnos a los suyos hasta el extremo para que seamos rescatados de la conducta necia heredada de nuestros padres.

Nos enseña el Catecismo, 605: “Jesús… ha recordado que su amor es sin excepción. Afirma “dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 28); que se entrega para salvarla. La Iglesia, siguiendo a los Apóstoles, enseña que Cristo ha muerto por todos los hombres sin excepción: “no hay, ni hubo ni habrá hombre alguno por quien no haya padecido Cristo” (Concilio de Quiercy).

Santiago y Juan cumplieron su vocación de servicio en el reino instaurado por el Señor, dando, como el Divino Maestro, “la vida en rescate por muchos. El que quiera ser grande entre ustedes, que sea su servidor”.