En este Domingo XXIV del Tiempo Ordinario, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.

Jesús conversa con sus discípulos sobre la opinión que la gente y ellos mismos tienen de Él y va a recibir la declaración de Pedro.
Del trato amistoso del Señor con sus discípulos surgieron preguntas: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Puede haber un conocimiento externo de Jesús, que es insuficiente para creer en Él, amarle, seguirle…
“Ellos le respondieron: Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los profetas”.
Las opiniones de la “gente” tienen en común que sitúan a Jesús en la categoría de los profetas, son aproximaciones al misterio de Jesús, pero no llegan a la verdadera naturaleza de Jesús. Se aproximan a Él desde el pasado, no desde su ser mismo. Se trata de un conocimiento que no lleva a una relación personal con Él ni a un compromiso de vida definitivo.
“Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”.
Pedro, impresionado y sobrecogido ante la presencia de Jesús, en nombre de todos, da una respuesta que parece completa y que se aleja de la opinión de los demás: “Tú eres el Mesías”, manifestando y poniendo de relieve la pertenencia del Mesías a Dios. Pedro y los discípulos reconocen que la persona de Jesús no tiene cabida en la categoría de los profetas, que Él es mucho más que un profeta, alguien diferente. Lo habían visto en sus acciones milagrosas, en la autoridad de su enseñanza, en el poder de perdonar los pecados, en su trato de igual con el Padre. Jesús es el Mesías, pero no en el sentido de un simple encargado de Dios.
Esta declaración de Pedro para nosotros es sublime, siempre hemos de intentar penetrar en su significado; pero sólo se nos puede hacer comprensible en el contacto con Jesús a través de la oración, en el encuentro con Él, vivo y resucitado. El discípulo puede tener un mayor, íntimo y profundo conocimiento del Corazón de Cristo, si cree en Él y le sigue. Desde ahí llevaremos a cabo nuestra misión de cristianos en medio del mundo. Movidos por la gracia del Espíritu Santo y atraídos por el Padre nosotros creemos y confesamos a propósito de Jesús: «Tú eres el Mesías”.
Y tú: ¿Quién dices que soy Yo para ti? Es necesaria tu respuesta personal.
En un momento crucial, cuando Jesús acaba de obtener de sus discípulos la primera profesión de fe en su divinidad, el Señor anuncia por primera vez a sus testigos su pasión, muerte y resurrección. El mesianismo que soñaba Pedro y los discípulos no contemplaba lo que Jesús les va a decir: “Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días; y les hablaba de esto con toda claridad.”. Al glorioso papel del Mesías une el doloroso papel del Siervo sufriente. El verdadero Mesías es éste. Es Jesús mismo quien explica quién es Él. Sólo Él conoce su propio misterio, su verdadera identidad. Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús porque su pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación.
Este anuncio siembra el desconcierto en los discípulos, la decepción y el rechazo. Ni siquiera el anuncio de la resurrección les tranquiliza. Y es el apóstol Pedro el que lo manifiesta en nombre de todos. “Pedro, llevándolo aparte, comenzó a reprenderlo.”. En la mentalidad de san Pedro no cabe la idea del fracaso de Jesús. Para él Jesús es un Mesías victorioso por la fuerza humana, que debe ser reconocido por todos. Su misión no puede acabar con la muerte. No había entendido todavía que el Señor debía sufrir y morir.
“Pero Jesús, dándose vuelta y mirando a sus discípulos, lo reprendió, diciendo: “¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”.
Jesús dirige a Pedro las palabras más duras del evangelio, semejantes a las usadas para expulsar a los demonios, las más duras que se puedan decir a un hombre. Pedro se convierte en tropiezo, en obstáculo, en tentación, como si asumiera el papel de Satanás, porque quiere alejarle de su pasión. Le quedaba mucho por madurar. Todavía su pensamiento era muy mundano. Por eso, el Señor le increpa y le invita a tomar la actitud del verdadero discípulo: seguir al Maestro en el camino que éste ha de recorrer.
El apóstol san Pedro es fiel reflejo de lo que nos sucede a nosotros. Cuando las cosas salen bien somos capaces de confesar a Jesús como Dios. Pero cuando nos visitan las adversidades, el sufrimiento, la incomprensión, no aceptamos de buen grado el camino que recorre Jesús.
Comenta el Papa Benedicto XVI: “¿No decimos una y otra vez a Jesús que su mensaje lleva a contradecir las opiniones predominantes, y así corre el peligro del fracaso, el sufrimiento, la persecución? Interpretar el cristianismo como una receta para el progreso y reconocer el bienestar común como la auténtica finalidad de las religiones, también de la cristiana, es la nueva forma de la misma tentación”.
“Entonces Jesús, llamando a la multitud, junto con sus discípulos, les dijo: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga.”.
Jesús añade ahora una enseñanza sobre el camino que han de seguir todos sus discípulos. El camino es Él mismo. Es un camino que nos lleva a perder la vida por Jesús para encontrarnos y entendernos a nosotros mismos y salvarnos. Jesús llama a sus discípulos a tomar su cruz y a seguirle porque Él antes sufrió por nosotros dándonos ejemplo para que sigamos sus pisadas. Él va por delante y quiere asociarnos a su sacrificio redentor a aquellos mismos que somos sus primeros beneficiarios.
A nosotros nos cuesta también mucho aceptar este programa salvador de Dios, que reconcilia consigo a la humanidad asumiendo Él mismo el dolor y la muerte, con la entrega total de su Hijo. Todos nosotros necesitamos ser instruidos continuamente por el Señor para que seamos conscientes de que su camino no es camino de gloria y poder de este mundo, sino camino de olvido y negación de sí mismo, de lucha contra nuestras malas tendencias, camino de penitencia y de cruz y, lo más bonito, de vivirlo todo con Él.
Todos los cristianos auténticos lo han entendido así. “Hay que seguir desnudos al Cristo desnudo”, clamaba san Jerónimo. Inventarse un cristianismo aguado, sin cruz, es ignorarlo todo sobre Cristo. Y no es esta invitación de Jesús a la tristeza. La verdadera cruz nos habla de ese dolor que surge del verdadero amor. La cruz es una bendición. San Agustín lo dijo bellamente: “Los hombres signados con la cruz pertenecen ya a la gran casa.” “Esta es la única verdadera escala del paraíso, fuera de la Cruz no hay otra por donde subir al cielo”, añade Santa Rosa de Lima.
“Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará.” A menudo, el término “vida” designa en la Sagrada Escritura toda la persona humana. Pero designa también lo que hay de más íntimo en el hombre y de más valor en él, aquello por lo que es particularmente imagen de Dios: el alma, el principio espiritual en el hombre.
La fe en Dios y el seguimiento de Cristo nos lleva a usar de todo lo que no es Él en la medida en que nos acerca a Él, y a separarnos de ello en la medida en que nos aparta de Él. “¡Señor mío y Dios mío, quítame todo lo que me aleja de ti! ¡Señor mío y Dios mío, dame todo lo que me acerca a ti! ¡Señor mío y Dios mío, despójame de mí mismo para darme todo a ti”, oraba San Nicolás de Flüe!
Para salvarse hay que perder. La renuncia cristiana no es un fin en sí misma, es la condición para una vida en plenitud. ¡Por la renuncia y la cruz, Jesús nos propone un desarrollo, una expansión de vida total y eterna! ¿Qué clase de bienes estoy deseando: los del mundo que pasan y se pierden, o los de la verdadera vida, los de la vida eterna?
¡Señor, no permitas jamás que por pretender ganar lo del mundo perdamos nuestra vida de gracia y la paz del alma!
El Espíritu Santo es nuestra Vida: cuanto más renunciamos a nosotros mismos, más obramos también según el Espíritu. Es el Espíritu el que nos hace recobrar nuestra vida de gracia. “Por el Espíritu Santo se nos concede de nuevo la entrada en el paraíso, la posesión del reino de los cielos, la recuperación de la adopción de hijos: se nos da la confianza de invocar a Dios como Padre, la participación de la gracia de Cristo, el podernos llamar hijos de la luz, el compartir la gloria eterna” (San Basilio Magno).