Comentario del Domingo XXI del Tiempo Ordinario | Juan 6,60-69
En este Domingo XXI del Tiempo Ordinario, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.
El Evangelio de este domingo nos presenta la reacción de los discípulos a ese discurso de Jesús, una reacción que Cristo mismo, de manera consciente, provocó. Ahora Dios habla muy de cerca, como hombre a los hombres. El primer anuncio de la Eucaristía asusta y dividió a los discípulos, igual que el anuncio de la pasión los escandalizó. Les resulta absurdo y repulsivo el que tengan que comer su carne y beber su sangre: «Muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: – «Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?». Jesús estaba a costumbrado a ser rechazado por los fariseos, pero ahora sufre más esta crítica abierta de sus discípulos.
«Adivinando Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo: – «¿Esto los escandaliza? ¿Qué sería si vieran al Hijo del hombre subir adonde estaba antes?
Jesús alude a su condición divina y a su ascensión al cielo. Jesús reveló el auténtico contenido de su realeza mesiánica en la identidad transcendente del Hijo del Hombre “que ha bajado del cielo”.
«El espíritu es quien da vida; la carne de nada sirve. Las palabras que les he dicho son espíritu y vida. Y, a pesar de esto, algunos de ustedes no creen».
Jesús nos da el Espíritu por el que sus palabras se hacen en nosotros “espíritu y vida”. Jesús no revela plenamente el Espíritu Santo hasta que él mismo no ha sido glorificado por su Muerte y su Resurrección. Sin embargo, lo sugiere poco a poco, incluso en su enseñanza a la muchedumbre, cuando revela que su Carne será alimento para la vida del mundo.
«Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a Entregar».
Este conocimiento verdaderamente humano del Hijo de Dios expresaba la vida divina de su persona. “El Hijo de Dios conocía todas las cosas. La naturaleza humana, en cuanto estaba unida al Verbo, conocida todas las cosas, incluso las divinas, y manifestaba en sí todo lo que conviene a Dios” (San Máximo el Confesor). El Hijo, en su conocimiento humano, mostraba también la penetración divina que tenía de los pensamientos secretos del corazón de los hombres.
«Y dijo: – «Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede».
«Desde entonces, muchos discípulos suyos se retiraron y ya no andaban con él». Porque no creyeron en las palabras de Jesús, que decía: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo, el que coma mi carne y beba mi sangre vivirá para siempre” (Jn 6, 51.54); ciertamente, palabras en ese momento difícilmente aceptables, difícilmente comprensibles. Esta revelación les resultaba incomprensible, porque la entendían en sentido material, mientras que en esas palabras se anunciaba el misterio pascual de Jesús, en el que Él se entregaría por la salvación del mundo: la nueva presencia en la Sagrada Eucaristía.
Jesús conoce en este momento una de las más hondas amarguras humanas: no ser creído ni comprendido por los propios amigos.
La Eucaristía y la cruz son piedras de escándalo. Es el mismo misterio, y no cesa de ser ocasión de división. Jesús sabe lo que quiere y al ver como muchos que le seguían se retiraban de Él no se apartará ni un ápice de su mensaje sobre la eucaristía y preguntará a los Doce: – «¿También ustedes quieren irse?». Esta pregunta del Señor resuena a través de las edades, como invitación de su amor a descubrir que como dijo Pedro: – «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”, porque vivifican, dispensan la vida;y que acoger en la fe el don de su Eucaristía es acogerlo a Él mismo.La alegría transfiguró el rostro de Jesús al ver que la fe de los apóstoles era más fuerte que su debilidad de hombres.
Esta provocadora pregunta no se dirige sólo a los interlocutores de entonces, sino que llega a los creyentes y a los hombres de toda época. También hoy no pocos se “escandalizan” ante la paradoja de la fe cristiana. La enseñanza de Jesús parece “dura”, demasiado difícil de acoger y poner en práctica. Hay entonces quien la rechaza y abandona a Cristo; hay quien intenta “adaptar” su palabra a las modas de los tiempos desnaturalizando su sentido y valor. “¿También vosotros queréis marcharos?”. Esta inquietante provocación resuena en nuestro corazón y espera de cada uno una respuesta personal; es una pregunta dirigida a cada uno de nosotros. Jesús no se conforma con una pertenencia superficial y formal, no le basta con una primera adhesión entusiasta; al contrario, es necesario tomar parte durante toda la vida “en su pensar y en su querer”. Seguirlo llena el corazón de alegría y da pleno sentido a nuestra existencia, pero implica dificultades y renuncias porque con mucha frecuencia se debe ir a contracorriente
También nosotros podemos y queremos repetir en este momento la respuesta de Pedro, ciertamente conscientes de nuestra fragilidad humana, de nuestros problemas y dificultades, pero confiando en la fuerza del Espíritu Santo, que se expresa y se manifiesta en la comunión con Jesús. La fe es don de Dios al hombre y es, al mismo tiempo, confianza libre y total del hombre en Dios; la fe es escucha dócil de la palabra del Señor. Si abrimos con confianza el corazón a Cristo, si nos dejamos conquistar por él, podemos experimentar también nosotros, como por ejemplo el santo cura de Ars, que “nuestra única felicidad en esta tierra es amar a Dios y saber que él nos ama”.
“Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios», Las obras y las palabras de Jesús lo dieron a conocer como “el santo de Dios“.
También nosotros podemos reflexionar: ¿a quién iremos? — “Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios».
San Agustín dice: «¿Veis como Pedro, por gracia de Dios, por inspiración del Espíritu Santo, entendió? ¿Por qué entendió? Porque creyó. Tú tienes palabras de vida eterna. Tú nos das la vida eterna, ofreciéndonos tu cuerpo resucitado y tu sangre, a ti mismo. Y nosotros hemos creído y conocido. No dice: hemos conocido y después creído, sino: hemos creído y después conocido. Hemos creído para poder conocer. En efecto, si hubiéramos querido conocer antes de creer, no hubiéramos sido capaces ni de conocer ni de creer. ¿Qué hemos creído y qué hemos conocido? Que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, es decir, que tú eres la vida eterna misma, y en la carne y en la sangre nos das lo que tú mismo eres».