Comentario del Domingo XX del Tiempo Ordinario | Juan 6,51-58
En este Domingo XX del Tiempo Ordinario, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.
Jesús predica en la sinagoga de Cafarnaúm. En una de sus muchas discusiones con los fariseos ha dicho una frase misteriosa:“Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo”. El pan del que Jesús habla es más que un pan material, es más que un simple mensaje espiritual, es más que una idea. Es una persona, Jesucristo mismo, que viene de Dios y que se convierte en alimento que da la vida al mundo. Porque Dios nos ama hasta el punto de dejarse comer por nosotros. Jesús precisa que no está hablando en forma metafórica, que Él es verdaderamente pan y que el que quiera salvarse tendrá que comer su carne.
En la comunión eucarística los fieles recibimos el pan del cielo y el cáliz de la salvación, el Cuerpo y la Sangre de Cristo que se entregó para la vida del mundo.
“Porque este pan y este vino han sido, según la expresión antigua “eucaristizados”, llamamos a este alimento Eucaristía y nadie puede tomar parte en él si no cree en la verdad de lo que se enseña entre nosotros, si no ha recibido el baño para el perdón de los pecados y el nuevo nacimiento, y si no vive según los preceptos de Cristo” (San Justino).
Ante estas afirmaciones se escandalizan los judíos:
“Discutían entre sí los judíos y decían: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”
El Señor nos dirige una invitación urgente a recibirle en el sacramento de la Eucaristía: “Jesús les dijo: “En verdad, en verdad les digo: si no comen la carne del Hijo del hombre, y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes”. Para responder a esta invitación, debemos prepararnos para este momento tan grande y santo. Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar. Ante la grandeza de este sacramento, el fiel sólo puede acercarse a él humildemente y con fe ardiente. Para prepararse convenientemente a recibir este sacramento, los fieles debemos observar el ayuno prescrito por la Iglesia. Por la actitud corporal, gestos, vestido, se manifiesta el respeto, la solemnidad, el gozo de ese momento en que Cristo se hace nuestro huésped.
Recibir la Eucaristía en la comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo. La vida en Cristo encuentra su fundamento en el banquete eucarístico. Lo que el alimento material produce en nuestra vida corporal, la comunión lo realiza de manera admirable en nuestra vida espiritual. La comunión con la Carne de Cristo resucitado, conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo. Este crecimiento de la vida cristiana necesita ser alimentado por la comunión eucarística, pan de nuestra peregrinación, hasta el momento de la muerte.
El Cuerpo de Cristo que recibimos en la comunión nos purifica al mismo tiempo de los pecados cometidos y nos preserva de futuros pecados.
Comenta San Ambrosio: “Si cada vez que su Sangre es derramada, lo es para el perdón de los pecados, debo recibirle siempre, para que siempre me perdone los pecados. Yo que peco siempre, debo tener siempre un remedio”.
Como el alimento corporal sirve para restaurar la pérdida de fuerzas, la Eucaristía fortalece la caridad que, en la vida cotidiana, tiende a debilitarse; y esta caridad vivificada borra los pecados veniales. Dándose a nosotros, Cristo reaviva nuestro amor y nos hace capaces de romper los lazos desordenados con las criaturas y de arraigarnos en Él.
Por la misma caridad que enciende en nosotros, la Eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales. Cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más difícil se nos hará romper con Él por el pecado mortal.
Para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por nosotros debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos: “Has gustado la sangre del Señor y no reconoces a tu hermano. Deshonras esta mesa, no juzgando digno de compartir tu alimento al que ha sido juzgado digno de participar en esta mesa. Dios te ha liberado de todos los pecados y te ha invitado a ella. Y tú, aún así, no te has hecho más misericordioso” (S. Juan Crisóstomo).
“El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día”.
Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona. A los que van a dejar esta vida, la Iglesia ofrece la Eucaristía como viático. Recibida en este momento del paso hacia el Padre, la Comunión del Cuerpo y la Sangre de Cristo tiene una significación y una importancia particulares. Es semilla de vida eterna y poder de resurrección. Puesto que es sacramento de Cristo muerto y resucitado, la Eucaristía es aquí sacramento del paso de la muerte a la vida, de este mundo al Padre.
Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en Él y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre. ¿Cuándo? Sin duda al fin del mundo. La resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo: «El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar» (1 Ts 4, 16).
“Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida”.
Desde el comienzo, Jesús asoció a sus discípulos a su vida; les reveló el Misterio del Reino; les dio parte en su misión, en su alegría y en sus sufrimientos. Jesús habla de una comunión todavía más íntima entre Él y los que le sigan. Anuncia una comunión misteriosa y real entre su propio cuerpo y el nuestro: “El que coma mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él”. La comunión acrecienta nuestra unión con Cristo. Recibir la Eucaristía en la comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo Jesús.
La vida en Cristo encuentra su fundamento en el banquete eucarístico: “Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí”.
“Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres, y murieron: el que coma este pan vivirá para siempre”.
Jesús menciona el objetivo de su encarnación, ser alimento para nosotros por su sacrificio en la cruz. El maná les alimentaba por un momento, pero no les daba la inmortalidad.La presencia de Cristo actúa particularmente a través de los sacramentos, y de manera especial por la Eucaristía, pan que da la vida eterna.
«El pan que hemos de buscar es que la Virgen María parió en Belén. ‘Venid que yo os tengo a Dios humanado; ya os lo traigo hecho hombre blando. Venid que no lo quiero para mi sola, sino para todos’. Como un ama, cuando un niño no puede comer el pan, se lo moja en leche, para que esté blando y lo pueda comer, así la Virgen recibió a Dios puro y dánoslo humanado para que, pues antes era pan duro, Dios justiciero, lo recibamos blando, Dios humanado. De manera que, pues la Virgen tiene el pan, no nos moriremos de hambre» (San Juan de Ávila).