En este VI Domingo del Tiempo Ordinario, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.

 

Las bienaventuranzas no son los mandamientos del Nuevo Testamento, no son leyes: tampoco son una lista de virtudes ascéticas que hay que privilegiar. Las bienaventuranzas son la síntesis del Evangelio. Expresan las actitudes interiores de Cristo, el espíritu de Cristo, el secreto de su Corazón.

En la perspectiva del espíritu de las bienaventuranzas se nos pregunta si esta situación concreta que estoy viviendo ahora manifiesta y comunica el Corazón de Cristo. Por eso, el mejor comentario a las bienaventuranzas es la vida de Jesús, porque El las vivió y practicó plenamente. El es las bienaventuranzas. Jesucristo sabe, porque es Dios, lo que nos espera por delante, o qué nos puede acontecer, y por eso nos dice: “Dichosos… o,  ay de ustedes…”

“Dichosos…”

No es una simple promesa o deseo de Jesús. Es una felicitación del Señor en una situación dolorosa, real y concreta (la pobreza, el hambre, el llanto, la persecución) que puede convertirse en un lugar privilegiado de la felicidad cristiana. La expresión “dichosos” indica cuál es ya la verdadera felicidad según Jesucristo. Dios felicita a los pobres, a los hambrientos, a los que lloran, a los perseguidos, porque en esa situación pueden ser felices.

Las bienaventuranzas son revelación y manifestación de Dios, de su amor, de su Corazón. El mensaje central de las bienaventuranzas expresa la verdad de que el Reino de Dios está aquí, en la situación descrita por cada una de ellas. El Reino de Dios está entre nosotros, está dentro de nosotros.

Las bienaventuranzas declaran cuales son las opciones de Dios, qué le agrada, qué prefiere, lo que él mismo ha vivido al hacerse hombre. Manifiestan lo que quiere que haga y viva la Iglesia, cada uno de nosotros, sus discípulos, esto es: amar como ama Dios.

La felicidad que proclaman las bienaventuranzas no deriva de la situación de dolor, apuro o persecución, sino de la actitud interior de saberse elegido por Dios para afrontar esa situación con la misma capacidad de amor de Dios. Las bienaventuranzas proclaman una felicidad que a primera vista debería ser desgracia. En la mentalidad corriente el pobre debería ser un infeliz, el que llora, un desafortunado, el que pasa hambre, un desgraciado, el que es perseguido debería estar deprimido. Sin embargo, Jesús afirma que son dichosos, porque Dios está con ellos, y con ellos vive esa misma situación. Es Dios mismo quien lo dice. La razón de esto es que en esa situación de sufrimiento el Señor encuentra el lugar privilegiado para sembrar en el corazón creyente el más alto amor, un amor que no es de este mundo, y que este mundo no puede ni entender ni proporcionar. Vivir este amor supone una respuesta de amor y de amistad a Jesucristo que significa comunión con El. Podemos ser verdaderamente felices si descubrimos la persona de Cristo y queremos amar como Cristo en cada una de las situaciones de nuestra vida.

“¡Ay de ustedes, los …”

En el Evangelio de hoy aparecen cuatro maldiciones que corresponden exactamente a las bienaventuranzas precedentes. Estas maldiciones debieron impresionar mucho a los oyentes de Jesús, igual que a nosotros, tan preocupados, muy a menudo, de que no nos falte de nada, de pasarla bien a costa de lo que sea, de que todos hablen bien de nosotros.

A todos nos debe hacer reflexionar este “¡ay!” de Jesús, porque nos puede suceder que vivamos instalados en un dulce egoísmo y nos olvidemos de tantos hermanos, cerca de nosotros, que están pasando hambre, o están tristes, o sufren en su cuerpo o en su alma.

En la vida no hay más que dos caminos, como no hay más que dos términos. Un camino que lleva a la vida eterna, que es la dicha; otro que lleva a la muerte eterna, que es la condenación. Hay dos modos de concebir la vida: a favor del Reino de Dios, en la pobreza, el hambre, el llanto y la persecución; o a favor de la vida terrena buscando la consolación de las riquezas, la saciedad de lo material, la felicidad de la diversión y la vanidad de que todos hablen bien de uno. La tierra no es el todo del hombre, el tiempo no es el todo del hombre. Existe la eternidad. Por eso, los que al fin de esta vida no sean bienaventurados, serán malditos. No se trata de ser pobre o rico, de tener hambre o estar saciado, de llorar o reír, de ser perseguido o aplaudido. Se trata de saber en qué o en quién ponemos nuestra confianza, nuestra seguridad; sobre qué o quién construimos nuestra vida, ¿en lo efímero de este mundo, o en lo eterno?