Comentario del Domingo Segundo Domingo de Adviento | Lucas 3,1-6
En este Segundo Domingo de Adviento, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.

El Evangelio de este segundo Domingo del tiempo de Adviento está centrado en la figura de San Juan Bautista, la voz provisional que clama en el desierto.
San Juan Bautista, pasó su juventud en el desierto, preparándose para su ministerio de Precursor del Mesías. En el evangelio de hoy hace su aparición pública a orillas del río Jordán. Con razón empiezan los evangelistas la descripción de la vida pública de Jesús por la predicación del Bautista. Es ésta como la aurora del Evangelio. Hasta en el orden doctrinal la predicación del Bautista coincide con los comienzos de la predicación de Jesús. Es el gran profeta que llega hasta el mismo umbral del Evangelio, para desaparecer después que ha señalado a las multitudes al Salvador.
La aparición del Bautista fue un hecho famoso en los fastos del pueblo judío. Por ello es el punto de arranque de la narración evangélica, y todos los datos cronológicos que nos da san Lucas sirven para encuadrar este hecho. Para ello concreta el Evangelista los nombres de siete autoridades de la Palestina que ejercían sus funciones en el momento de la aparición: “En el año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilatos gobernador de Judea, y Herodes virrey de Galilea, y su hermano Felipe virrey de Iturea y Traconítide, y Lisanias virrey de Abilene, bajo el pontificado de los sumos sacerdotes Anás y Caifás”. Los siete jefes nombrados en estos versículos ejercieron sus respectivas funciones durante toda la vida pública de Jesús y hasta después de su muerte.
Comparemos la opulencia que significan los nombres de los siete personajes, Pilatos, Herodes, etc., con la suma pobreza del Bautista, que en tiempo de aquéllos aparece en la escena del mundo. Ha desaparecido el poder y el fausto de aquéllos: la memoria de casi todos es olvidada. El nombre del Bautista es venerado; su gloria será eterna, y durará su buena memoria cuanto dure el mundo; el reino que predicaba es la Iglesia y es el cielo.
Debemos siempre inclinarnos del lado de la rectitud y no servíctimas de las modas del momento, de las apariencias del mundo, que pasa como una sombra.
Fue entonces, en medio del relajamiento político, moral y religioso del pueblo de Dios, tan parecido al de nuestro tiempo, cuando, a la manera de los antiguos profetas, recibió el mayor de ellos, Juan, una revelación especial de Dios: “Fue dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, que estaba en el desierto”.
Sobre muchos ministros de Dios se ha dirigido la palabra de Dios, como le sucedió al Bautista. Su voz clama en el desierto del mundo, desierto de virtudes y de pensamientos graves. Es la voz del sacerdote y de todos los que, en la Iglesia, anuncian el evangelio que nos llama a que preparemos en nuestros corazones los caminos para que venga a ellos el reino de Dios. Oigámosles con atención y docilidad, que son los heraldos de Dios.
Y la palabra de Dios le mandó a Juan que saliera del desierto: “Comenzó entonces a recorrer la región del Jordán”.Era un símbolo; por aquellas regiones había entrado el pueblo de Dios a la tierra prometida; del desierto vino para posesionarse de una tierra que manaba leche y miel: por aquí debía empezar el pueblo de Dios a entrar en el verdadero reino de Dios. El lugar era, por otra parte, a propósito para el bautismo de inmersión en las aguas del Jordán, rito nuevo, peculiar del Bautista, figurativo de la reforma interior de vida a que les exhortaba, “predicando el bautismo de conversión para el perdón de los pecados”. El bautismo de Juan no perdonaba los pecados como el Bautismo cristiano borra el pecado original o el sacramento de la Penitencia borra los personales. No era más que un símbolo exterior que representaba el cambio de vida y la limpieza de corazón a que les exhortaba al predicarles la penitencia: Dios no repudia los corazones contritos y humillados.
Juan daba a las multitudes la razón del cambio de vida que en ellas debía obrarse, diciendo: “Preparen el camino del Señor”. El pueblo sabía lo que se encerraba en la palabra del Bautista: era la promesa de la restauración y de la salvación. Como sabía por los antiguos profetas que el reino mesiánico debía tener un heraldo que le anunciara. Dios había prometido por Malaquías (3, l), que enviaría un precursor para anunciar al pueblo la llegadadel Mesías Dominador. También por Isaías había dicho: “Una Voz grita en el desierto: preparen el camino del Señor: allanen sus senderos…”. Es unametáfora oportuna, tomada de la costumbre de arreglar los caminos a la llegada de un gran príncipe. ¿Qué quiere decir?: Supliquen debidamente, piensen con humildad, actúen con honestidad, sean constructores de paz. “Elévense los valles, desciendan los montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo áspero se iguale”, son los obstáculos de carácter moral que impiden la llegada del reino de Dios a las almas: la soberbia, representada por la elevación de los montes que no se aviene con la humildad del Salvador futuro; la injusticia, que es una desviación de la rectitud de la ley; la hipocresía, senda tortuosa de la vida, disconforme con la simplicidad de intención que será divisa del reino futuro. Resultado de esta preparación espiritual será que toda la raza humana, porque la redención debe ser universal, verá la salvación que de Dios viene por el Mesías: “Y todos verán la salvación de Dios”.
Dice Orígenes: “Grande y ancho es nuestro corazón, pero hay en él no poco que arreglar para que more en él Dios”. Allanemos la hinchazón de la soberbia; llenemos los baches de nuestra pereza y las profundas hondonadas de nuestros malos hábitos, y enderecemos nuestras perversas intenciones, nuestra relación con Dios, nuestro trato con los demás, y sigamos el camino llano que pisaron los santos con sus buenos ejemplos.
Fue muy eficaz la predicación del gran profeta. El pueblo judío, que vivía en la tensión de esperanzas próximas a realizarse, vino en masa a oír al heraldo de Dios: gente de ciudad y de los poblados y del campo; y confesando sus pecados, eran bautizados por él en el río Jordán,con bautismo peculiar del Bautista, que personalmente les sumergía en las aguas del río, para denotar y preparar al mismo tiempo la purificación del corazón, el cambio de vida y la creencia en el próximo advenimiento del Mesías.
Hablaba Juan al pueblo de lo que quería Dios y en la forma más asequible al pueblo. Dos condiciones fundamentales de la palabra de Dios en boca de sus predicadores: hablar de Dios y de las cosas de Dios, y hacerlo en forma debida, en un lenguaje que todos puedan entender. El hombre sentirá siempre hambre de Dios; si no se le hastía con manjares frívolos, oirá con gusto hablar de Dios.