Comentario del Domingo III del Tiempo Ordinario | Lucas 1,1-4;4,14-21
En este III Domingo del Tiempo Ordinario, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.

“En aquel tiempo, Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la región. Enseñaba en las sinagogas y todos lo alababan. Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados y se puso de pie para hacer la lectura. Le entregaron el Libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido”
Jesús se presenta en la sinagoga de Nazaret el pueblo de su infancia y juventud, donde había estado largos años trabajando como carpintero, acompañando a María. Es otra manifestación de Cristo, se revela ahora a sus paisanos y convecinos de una forma muy distinta a la que estaban acostumbrados. Es el Mesías-sacerdote, profeta y rey. Aquí se aplica el texto de Isaías 61 y expone el programa de su misión redentora, guiado y ungido por el Espíritu Santo.
El Espíritu no está simplemente sobre Jesús, sino que lo llena, lo penetra, lo invade en su ser y en su obrar. El Espíritu es el principio de la consagración y de la misión del Mesías. Por la fuerza del Espíritu, Jesús pertenece total y exclusivamente a Dios, participa de la infinita santidad de Dios que lo llama, elige y envía. El Espíritu del Señor ha consagrado a Cristo y lo ha enviado a anunciar el Evangelio.
Jesús hace resonar también hoy en nuestro corazón las palabras que pronunció en la sinagoga de Nazaret. Nuestra fe nos revela la presencia operante del Espíritu de Cristo en nuestro ser, en nuestro actuar, en nuestro pensar y sentir, en nuestro hablar y tratar, en nuestro vivir.
Este mismo Espíritu del Señor está también sobre todos y cada uno de nosotros, Pueblo de Dios, constituido como pueblo consagrado a Él en el bautismo. Todos los miembros del Pueblo de Dios somos marcados por el Espíritu y llamados a la santidad.
El Espíritu Santo nos revela y nos comunica la vocación que el Padre dirige a todos desde la eternidad: la vocación a ser santos y a vivir en su presencia, en el amor, a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo. El Espíritu nos conforma con Cristo y nos hace partícipes de su vida filial, de su amor al Padre y a los hermanos. Así la existencia cristiana es vida espiritual, vida animada y dirigida por el Espíritu hacia la perfección de la caridad.
El Espíritu Santo recibido en el sacramento del bautismo y de la confirmación es fuente de santidad y llamada a la santificación porque anima y vivifica nuestra vida de cada día, enriqueciéndola con dones y exigencias, con virtudes y fuerzas, que se compendian en la caridad. Para todos los cristianos es una exigencia fundamental e irrenunciable seguir e imitar a Cristo, por la fuerza de la íntima comunión de vida con él, realizada por el Espíritu.
El Espíritu del Señor es el gran protagonista de nuestra vida espiritual. Él crea el «corazón nuevo», lo anima y lo guía con la «ley nueva» de la caridad. Y si queremos crecer espiritualmente hemos de tener la certeza de que no nos faltará nunca la gracia del Espíritu Santo, como don totalmente gratuito. No merecemos el don del Espíritu, pero lo necesitamos con urgencia. La conciencia del don en nosotros nos infunde la confianza indestructible del discípulo de Cristo en las dificultades, en las tentaciones, en las debilidades y en las persecuciones con que podemos encontrarnos en el camino espiritual.
La santidad es intimidad con Dios, es imitación de Cristo, pobre, casto, humilde, obediente al Padre, generoso, entregado; es amor sin reservas a los demás; es amor a la Iglesia que es santa y nos quiere santos, porque ésta es la misión que Cristo le ha encomendado. Cada uno de nosotros debemos ser santos, también para ayudarnos unos a otros a seguir nuestra vocación a la santidad…
“Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad y a los ciegos, la vista; para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor”.
Jesús comienza su ministerio con un anuncio de liberación y redención para los pobres, que agobiados por la miseria sobrellevan sus aflicciones en paz; para los cautivos, que presos de sus pecados sufren la peor de las esclavitudes; para los ciegos, a los que la ceguera espiritual les impide ver la verdad de Dios; para los oprimidos por el mal que no se sienten con la fuerza necesaria para obrar el bien. En todos estos está representada la miseria y el dolor de toda la humanidad; en éstos estamos representados tú y yo.
Y ¿qué podemos hacer tú y yo para participar en estas ansias redentoras de Cristo? La obra de la redención humana no se logra sino a base de acoger la salvación de Dios, el amor y el perdón de Dios, de respetar la dignidad de la persona, de servir a la verdad, de defender la vida humana, desde su concepción hasta su muerte natural, de promocionar al pobre y olvidado, de vivir la fraternidad.
Somos enviados por Cristo al mundo para anunciar el Evangelio que nos salva. La misión, a la que somos enviados todos los discípulos del Señor está bajo el influjo del Espíritu, no es un elemento extraño a la consagración bautismal, sino que constituye su finalidad: la consagración es para la misión. Así fue en Jesús, así fue en los apóstoles, así es en toda la Iglesia: todos recibimos el Espíritu como un don y una llamada a santificarnos cumpliendo con nuestra misión, la que Dios nos confía y donde nos la confía.
“Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él”.
Cuando empezó Jesús el comentario del texto sagrado, todos le miraban con ansia y atención. En el rostro de Cristo es en el que deben fijarse los ojos de la fe y del amor de todos nosotros. Y a partir de esta contemplación hemos de ver toda nuestra vida. Vivamos con los ojos puestos en Jesús, aprendámoslo de memoria, él es nuestro libro vivo y abierto y en él entendemos la ciencia de la vida.
“Hoy se cumple esta Escritura que acaban de oír”.
El tema que desarrolla Jesús en su homilía es el cumplimiento en su persona de la profecía de Isaías. Todos en la sinagoga están viendo y oyendo a Aquel de quien hablan las Escrituras. El Mesías anunciado está ya en medio de nosotros. Hay solución para la humanidad. En El está nuestra paz, vida y resurrección.