En este Domingo de Ramos, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.

Con la celebración del Domingo de Ramos la Iglesia nos invita especialmente a acompañar y a contemplar a Cristo viviendo su pasión y su muerte en cruz en el evangelio según san Lucas.
Ante el misterio de la pasión y muerte del Señor hemos de situarnos en una actitud interior contemplativa. Nos ayuda la oración que san Ignacio de Loyola pone en sus Ejercicios Espirituales antes de la meditación de la pasión. El santo nos invita a pedir: “dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas, pena interna de tanta pena que Cristo pasó por mí, sentimiento y confusión porque por mis pecados va el Señor a la pasión”.
La pasión es el cantar de los cantares del amor que da la vida. La pasión es la cumbre de ese amor, la revelación del amor más grande de Cristo por la Iglesia. La pasión es el gran misterio del amor.
La Semana Santa es un tiempo propicio para aprender a permanecer con la Virgen María y San Juan, el discípulo amado, junto al Señor, que en la cruz consuma el sacrificio de su vida por toda la humanidad. Con una atención más viva, dirijamos nuestra mirada, una mirada de fe como la de María, en este tiempo de especial gracia de Dios, a Cristo crucificado que, muriendo en el Calvario, nos reveló plenamente el amor de Dios.
Jesús dijo: “He deseado enormemente comer esta comida pascual con ustedes, antes de padecer.” El Señor nos muestra el deseo ardiente se su corazón de padecer por nosotros. En medio de la negrura de la noche, noche de traición y abandono, aparece el don de la Eucaristía como una luz que no ha sido ahogada por la oscuridad de la ingratitud: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes… Esta copa es la nueva alianza, sellada con mi sangre, que se derrama por ustedes”. La respuesta de los suyos a este deseo y al regalo de la Eucaristía es la respuesta de la humanidad mezquina pretendiendo saber “quién debería ser considerado como el más importante”. Los apóstoles no caen en la cuenta del dolor de Cristo, ni del amor que les tienen el Padre y Él. Sin embargo, Jesús muestra, aun en su dolor, una gran comprensión y delicadeza con los suyos manifestándoles lo buenos que han sido: “Ustedes son los que han perseverado conmigo en mis pruebas…, comerán y beberán a mi mesa en mi reino, y se sentarán en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel”.
“Salió Jesús, como de costumbre, al monte de los Olivos, y lo siguieron sus discípulos”.
En Getsemaní el Señor se pone en oración, una oración llena de angustia, insistente, hasta el sudor de sangre. A sus discípulos los quiere asociar a su pasión como una prueba de amor de predilección, les quiere hacer partícipes de su sufrimiento íntimo. Les invita a unirse con Él en la oración: “Oren, para no caer en la tentación”. Otra vez la respuesta de los discípulos es pobre, “los encontró dormidos por la tristeza”.Jesús tiene la impresión de estar solo y de que a los suyos no les importa sus sufrimientos. “Puesto de rodillas, oraba diciendo: Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Jesús siente la extrema debilidad de la carne, es la hora de la tentación, de la prueba tremenda y extraña, aquí está en juego la tarea mesiánica de Cristo acorde con Is, 53. Esta prueba es provocada por los pecados de la humanidad. Cristo está revestido de pecado, Él toma sobre sí el pecado del mundo, de ahí viene “su angustia y su sudor como gotas de sangre que caían hasta el suelo”. Todo esto lo padece por nuestros pecados. La fuerza de Satanás y de todas las potencias diabólicas se desencadenan sobre la debilidad carnal de Jesús para intentar apartarlo de su obra redentora, pero Cristo triunfa por su actitud de obediencia plena al Padre.
La respuesta que el Señor desea ardientemente de nosotros es ante todo que aceptemos su amor y nos dejemos atraer por él. Sin embargo, aceptar su amor no es suficiente. Hay que corresponder a ese Amor herido, no amado, reparando y expiando por nuestros pecados y los pecados del mundo, participando en la Eucaristía y orando; y luego, comprometerse a comunicarlo a los demás: Cristo desea unirse a mí, a fin de que aprenda a amar a los hermanos con su mismo amor.
“Llegó una multitud encabezada por Judas”.
Judas es el prototipo de la infidelidad al Señor, es el amigo traidor, pero esa infidelidad no se improvisa. Judas vive en una ficción de amor, “¿con un beso entregas al Hijo del hombre?”; por eso no es feliz y acabará en la desesperación. No es suficiente reflexionar sobre Jesucristo, ni saber cosas de Dios, de Cristo y de la Iglesia, hay que iniciarnos e introducirnos en la vivencia del misterio de Cristo, ponernos en contacto con Cristo, para que vivamos verdaderamente una relación con Él. Él cuenta con nuestras limitaciones, y, a pesar de eso, quiere mantener con nosotros una relación personal. Hemos de aprender y enseñar a nuestros hermanos que nuestros actos humanos deben ser cualificados con el amor de Cristo. Hemos de mostrar a los hermanos que el amor de Dios saca del hombre lo mejor de sí mismo y que todo lo que sale de un corazón redimido por Cristo tiene una gran fuerza de convicción. Hemos de aprender y enseñar a vivir la vida cotidiana bajo la mirada de Dios. Para que esto sea posible, nosotros hemos de vivir de verdad, con el entendimiento y la voluntad, nuestra vida en Cristo.
Pedro es el discípulo apasionado e impetuoso, desde el principio tiene grandes disposiciones por los ideales de Cristo, tiene un gran afecto por Cristo: “Señor, contigo estoy dispuesto a ir incluso a la cárcel y a la muerte”, pero su amor no está purificado de la vanidad, de la presunción y de la falsa seguridad en sí mismo. “Yo te aseguro, Pedro, que hoy, antes que cante el gallo, habrás negado tres veces que me conoces”. El Señor va a formar a Pedro como su pastor universal sirviéndose de su debilidad. Sigue a Jesús de lejos, como sin estar con Él. Tiene miedo de “una criada que lo vio sentado junto al fuego y lo miró fijamente”. Niega ser discípulo de Jesús, pero tras esas cenizas del miedo está el rescoldo del amor. “El Señor, se volvió y miró a Pedro”. Cristo lo mira discretamente para no delatarlo. ¡La mirada del Señor! Una mirada rápida, llena de ternura y profundidad, una mirada de perdón que expresa el amor herido, no correspondido, la amistad traicionada; una mirada que provocó en el infeliz apóstol el arrepentimiento, “y, saliendo afuera, lloró amargamente”. ¡Bendita mirada y benditas lágrimas que produjeron tanto bien en el corazón de Pedro!
Los dos malhechores representan a la humanidad. Que Dios se ha hecho hombre significa que se ha hecho crucificado. La humanidad se rebela contra su Salvador porque no le libera del sufrimiento y de la muerte física, porque no le asegura la vida temporal: “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros”. Cristo entre los malhechores realiza el juicio anticipado de la humanidad. Los que aceptan la salvación como el buen ladrón están a su derecha y se salvan. El buen malhechor se siente atraído por la actitud de ofrenda de Jesús. Ya no teme la muerte, pero teme la condenación, trata de protegerse contra la condenación y mira a Jesús que no profiere blasfemias ni se desespera, sino que sigue en actitud de oración. En medio de los insultos y las burlas surge: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Jesús demuestra su santidad intercediendo ante el Padre por sus verdugos y por toda la humanidad pecadora. Y lo hace de verdad, como verdadero Mediador entre Dios y los hombres. La luz de la fe comienza a romper las tinieblas del desconocimiento de Dios en el corazón del buen malhechor. Cuando la gracia entra en el corazón humano, éste se reblandece y se abre a la aceptación de su propio pecado. El malhechor se refugia en el corazón de Cristo, y le pide con gran familiaridad “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Sin fe nadie se salva, ningún acto humano salva al hombre, pero la fe viva ha de expresarse en obras de caridad.
En el misterio de la pasión y de la cruz se revela plenamente el poder irrefrenable de la misericordia del Padre. Para reconquistar el amor de sus hijos pecadores y alejados de su amor paternal, aceptó pagar un precio muy alto: la sangre de su Hijo unigénito. En la cruz se manifiesta el amor loco de Dios por nosotros, la fuerza que impulsó al Hijo de Dios a unirse a nosotros hasta el punto de sufrir las consecuencias de nuestros delitos como si fueran propias, revelándonos así su fidelidad al Padre.
“Jesús, clamando con voz potente, dijo: Padre en tus manos encomiendo mi espíritu… y expiró”.
Es un grito de paz y confianza absoluta en el Padre. Todo ha acabado, el mundo está redimido y transformado. Es un sí total al Padre. Cristo entrega su Espíritu a la humanidad redimida.
La madre Iglesia nos exhorta a mirar a Jesús muerto en la cruz. Jesús ama con un latido humano. La espiritualidad del cristiano consiste en vivir la vida desde el Corazón de Cristo, consiste en el encuentro de dos corazones el de Jesús y el del discípulo, que se abren al servicio de la Redención del mundo. Miremos a Cristo redentor del hombre y del mundo, Él es la única dirección del entendimiento, de la voluntad y del corazón, Cristo es nuestro remedio radical, el único que nos integra, el único que sana las heridas producidas por el pecado en cada uno de nosotros. Pero necesitamos vivir en intimidad con Él, enamorarnos de Él, llenarnos de amor profundo a Jesucristo, esto hará que en las circunstancias en que nos encontremos, lo único que busquemos sea amar a Jesucristo
Miremos a Cristo de corazón abierto en la cruz. Él es la revelación más impresionante del amor de Dios. En la cruz Dios mismo mendiga el amor de su criatura: tiene sed del amor de cada uno de nosotros, sus amigos.
Cristo crucificado nos manifiesta el amor oblativo que busca exclusivamente el bien del otro. Este es el amor con que Dios nos envuelve. Cristo crucificado es una declaración del amor de Dios hasta el extremo. Dios me ama y me ama hasta el punto que dio a su Hijo por mí. Lo que constituye al cristiano es el amor que Dios le da: hemos sido creados para la intimidad con Dios. La vida del hombre le llega al Corazón, tanto para lo bueno como para lo malo, nuestra vida no le es indiferente, mis pecados le ofenden, mi amor le agrada.
La Cruz es el único sacrificio de Cristo, único mediador entre Dios y los hombres. Pero, porque en su Persona divina encarnada, se ha unido en cierto modo con todo hombre, Él ofrece a todos la posibilidad de que nos asociemos a este misterio de su pasión, muerte y resurrección. Él llama a sus discípulos a tomar su cruz y a seguirle, porque Él sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas. Él quiere asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que somos sus beneficiarios. Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor.
Vivamos esta Semana Santa como un tiempo en el que, aceptando el amor herido, no correspondido, de Jesús, aprendamos a difundirlo a nuestro alrededor con cada gesto y cada palabra. De ese modo, contemplar al crucificado nos llevará a abrir el corazón a los demás, reconociendo las heridas de Jesús en cada ser humano que sufre; y nos llevará, en especial, a luchar contra toda forma de desprecio de la vida y de explotación de la persona, y a aliviar los dramas de la soledad y del abandono de muchos hermanos.
Que la Semana Santa sea para todos nosotros una experiencia renovada del amor de Dios que se nos ha dado en Cristo, amor que también nosotros cada día debemos dar a los que se nos han confiado, especialmente a los que sufren y a los necesitados. Sólo así podremos participar plenamente en la alegría de la Pascua.