Comentario al Evangelio del Domingo XXV. Ordinario. B. Marcos 9, 30-37
En este Domingo XXV del Tiempo Ordinario, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.
El Evangelio nos presenta el segundo anuncio de la pasión. Víctima de sus adversarios, que le acosan
porque se sienten denunciados con su sola presencia, Jesús camina consciente y libremente hacia el
destino que el Padre le ha preparado.
“Y saliendo de allí, iban caminando por Galilea; él no quería que se supiera, porque iba enseñando a sus discípulos”.
“Les decía: «El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres; le matarán y a los tres días de haber muerto resucitará»”.
Debido a su unión con la Sabiduría divina en la persona del Verbo encarnado, el conocimiento humano de
Cristo gozaba en plenitud de la ciencia de los designios eternos que había venido a revelar.
Cuando se iban cumpliendo los días de su pasión, Jesús se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén. Por
esta decisión, manifestaba que subía a Jerusalén dispuesto a morir. Esta es una de las tres ocasiones en
que había repetido el anuncio de su Pasión y de su Resurrección. Pedro rechazó este anuncio y los otros
“no entendían lo que les decía y temían preguntarle”. Eso de la resurrección no entraba en la mente ni en los planes mesiánicos de los discípulos, pues la muerte de Jesús desbarataba todas sus esperanzas de
un reino temporal presidido por Jesús, en el que ellos serían los ministros.
Jesús precisa de qué tipo de Mesías se trata: es Mesías, pero cumplirá su misión mesiánica a través del
sufrimiento y de la muerte voluntaria; es el Siervo de Yahvé, que se entrega en obediencia a los planes del
Padre, confiando totalmente en su protección. Con la expresión «el Hijo del hombre será entregado… » unirá en una sola las figuras del Mesías juez glorioso y la del Siervo doliente de Isaías. Jesús quiere que sus discípulos le acepten como Mesías tal como los sucesos futuros de la pasión les harán ver. Nosotros no sólo debemos confesar rectamente nuestra fe en un Mesías crucificado y humillado, sino que debemos seguirle fielmente por su mismo camino de donación, de entrega y de renuncia. ¿Acepto yo de buena gana la cruz que aparece en mi vida? ¿O me rebelo frente a ella?
“Llegaron a Cafarnaúm, y una vez en casa, les preguntaba: «De qué discutían por el camino? » Ellos callaron, pues por el camino habían discutido entre sí quién era el mayor”.
Frente a la actitud de entrega de Jesús, es brutal el contraste de los discípulos: no sólo siguen sin entender,
y les asusta este lenguaje, sino que andan preocupados por quién de ellos es el más importante. Resulta
vergonzoso que cuando Jesús está hablando de su pasión los discípulos estén buscando el primer puesto.
Tan lejos estaban del Maestro, tan poco habían comprendido lo que significaba el seguimiento de Jesús.
“Entonces se sentó, y llamó a los Doce, y les dijo: «Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos»”.
Jesús resalta que la verdadera grandeza es la de quien, poniéndose en el último lugar, se hace siervo de los
demás y acoge a los débiles y pequeños. Jesús pretende instaurar entre los suyos un orden nuevo que refleje el dominio de Dios y permita entrever su reino venidero. Pues, Dios domina mediante su amor misericordioso y Jesús ejerce su poder mediante su servicio, entregando su vida. La mayor contradicción
con el Evangelio es la búsqueda de poder, honores y privilegios. Sólo el que como Cristo se hace siervo y
esclavo de todos construye la Iglesia. Pero el que se deja llevar por la arrogancia, el orgullo, el afán de
dominio o la prepotencia sólo contribuye a hundirla.
“Y tomando un niño, le puso en medio de ellos, le estrechó entre sus brazos y les dijo: «Al que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, no me recibe a mí sino a Aquel que me ha enviado»” .
Hacerse niño con relación a Dios es la condición para entrar en el Reino; para eso es necesario abajarse,
hacerse pequeño; más todavía: es necesario nacer de lo alto, nacer de Dios para hacerse hijos de Dios.
Cristo murió por amor a nosotros cuando éramos todavía enemigos. El Señor nos pide que amemos como
Él hasta a nuestros enemigos, que nos hagamos prójimos del más lejano, que amemos a los niños y a los
pobres como a Él mismo.
El don gratuito de ser hijos de Dios exige por nuestra parte una conversión continua y una vida nueva, un
corazón humilde y confiado que nos hace volver a ser como niños; porque es a los pequeños a los que el
Padre se revela.